viernes, 12 de junio de 2009

Diario para un cuento

2 de febrero. 1982.
a veces, cuando me va ganando como una cosquilla de cuento, ese sigiloso y
creciente emplazamiento que me acerca poco a poco y rezongando a esta olympia traveller
de luxe (de luxe no tiene nada la pobre, pero en cambio ha traveleado por los siete
profundos mares azules aguantándose cuanto golpe directo o indirecto puede recibir una
portátil metida en una valija entre pantalones, botellas de ron y libros), así a veces, cuando
cae la noche y pongo una hoja en blanco en el rodillo y enciendo un gitane y me trato de
estúpido, (¿para qué un cuento, al fin y al cabo, por qué no abrir un libro de otro cuentista,
o escuchar uno de mis discos?), pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que
empezar un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser adolfo
bioy casares.
quisiera ser bioy porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona,
aunque nuestras timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser amigos, aparte de
otras razones de peso, entre ellas un océano temprana y literalmente tendido entre los dos.
sacando la cuenta lo mejor posible creo que bioy y yo sólo nos hemos visto tres veces en
esta vida. la primera en un banquete de la cámara argentina del libro, al que tuve que asistir
porque en los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación, y en cuanto a él vaya a
saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por encima de una fuente de ravioles,
nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación se redujo a que en algún momento él
me pidió que le pasara el salero. la segunda vez bioy vino a mi casa en parís y me sacó unas
fotos cuya razón de ser se me escapa aunque no así el buen rato que pasamos hablando de
conrad, creo. la última vez fue simétrica y en buenos aires, yo fui a cenar a su casa y esa
noche hablamos sobre todo de vampiros. desde luego en ninguna de las tres ocasiones
hablamos de anabel, pero no es por eso que ahora quisiera ser bioy sino porque me gustaría
tanto poder escribir sobre anabel como lo hubiera hecho él si la hubiera conocido y si
hubiera escrito un cuento sobre ella. en ese caso bioy hubiera hablado de anabel como yo
seré incapaz de hacerlo, mostrándola desde cerca y hondo y a la vez guardando esa
distancia, ese desasimiento que decide poner (no puedo pensar que no sea una decisión)
entre algunos de sus personajes y el narrador. a mí me va a ser imposible, y no porque haya
conocido a anabel puesto que cuando invento personajes tampoco consigo distanciarme de
ellos aunque a veces me parezca tan necesario como al pintor que se aleja del caballete para
abrazar mejor la totalidad de su imagen y saber dónde debe dar las pinceladas definitorias.
me será imposible porque siento que anabel me va a invadir de entrada como cuando la
conocí en buenos aires al final de los años cuarenta, y aunque ella sería incapaz de imaginar
este cuento —si vive, si todavía anda por ahí, vieja como yo—, lo mismo va a hacer todo lo
necesario para impedirme que lo escriba como me hubiera gustado, quiero decir un poco
como hubiera sabido escribirlo bioy si hubiera conocido a anabel.


3 de febrero
¿por eso estas notas evasivas, estas vueltas del perro alrededor del tronco? si bioy
pudiera leerlas se divertiría bastante, y nomás que para hacerme rabiar uniría en una cita
literaria las referencias de tiempo, lugar y nombre que según él la justificarían. y así, en su
perfecto inglés,
it was many and many years ago.
in a kingdom by the sea,
that a maiden there lived whom you may know
by the name of annabel lee.
—bueno —hubiera dicho yo—, empecemos porque era una república y no un reino
en ese tiempo, pero además anabel escribía su nombre con una sola ene, sin contar que
many and many years ago había dejado de ser una maiden, no por culpa de edgar allan poe
sino de un viajante de comercio de trenque lauquen que la desfloró a los trece años. sin
hablar de que además se llamaba flores y no lee, y que hubiera dicho desvirgar en vez de la
otra palabra de la que desde luego no tenía idea.


4 de febrero
curioso que ayer no pude seguir escribiendo (me refiero a la historia del viajante de
comercio), quizá precisamente porque sentí la tentación de hacerlo y ahí nomás anabel, su
manera de contármelo. ¿cómo hablar de anabel sin imitarla, es decir sin falsearla? sé que es
inútil, que si entro en esto tendré que someterme a su ley, y que me falta el juego de piernas
y la noción de distancia de bioy para mantenerme lejos y marcar puntos sin dar demasiado
la cara. por eso juego estúpidamente con la idea de escribir todo lo que no es de veras el
cuento (de escribir todo lo que no sería anabel, claro), y por eso el lujo de poe y las vueltas
en redondo, como ahora las ganas de traducir ese fragmento de jacques derrida que
encontré anoche en la venté en peinture y que no tiene absolutamente nada que ver con
todo esto pero que se le aplica lo mismo en una inexplicable relación analógica, como esas
piedras semipreciosas cuyas facetas revelan paisajes identificables, castillos o ciudades o
montañas reconocibles. el fragmento es de difícil comprensión, como se acostumbra chez
derrida, y lo traduzco un poco a la que te criaste (pero él también escribe así, sólo que
parece que lo criaron mejor):
«no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto
ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. y sin embargo
amo: no, es todavía demasiado, es todavía interesarse sin duda en la existencia. no
amo pero me complazco en eso que no me interesa, por lo menos en eso que es
igual que ame o no. ese placer que tomo, no lo tomo, antes bien lo devolvería, yo
devuelvo lo que tomo, recibo lo que devuelvo, no tomo lo que recibo. y sin
embargo me lo doy. ¿puedo decir que me lo doy? es tan universalmente subjetivo
—en la pretensión de mi juicio y del sentido común— que sólo puede venir de un
puro afuera. inasimilable. en último término, este placer que me doy o al cual más
bien me doy, por el cual me doy, ni siquiera lo experimento, si experimentar quiere
decir sentir: fenomenalmente, empíricamente, en el espacio y en el tiempo de mi
existencia interesada o interesante. placer cuya experiencia es imposible. no lo
tomo, no lo recibo, no lo devuelvo, no lo doy, no me lo doy jamás porque yo (yo,
sujeto existente) no tengo jamás acceso a lo bello en tanto que tal. en tanto que
existo no tengo jamás placer puro».
derrida está hablando de alguien que enfrenta algo que le parece bello, y de ahí sale
todo eso; yo enfrento una nada, que es este cuento no escrito, un hueco de cuento, un
embudo de cuento, y de una manera que me sería imposible comprender siento que eso es
anabel, quiero decir que hay anabel aunque no haya cuento. y el placer reside en eso,
aunque no sea un placer y se parezca a algo como una sed de sal, como un deseo de
renunciar a toda escritura mientras escribo (entre tantas otras cosas porque no soy bioy y no
conseguiré nunca hablar de anabel como creo que debería hacerlo).
por la noche
releo el pasaje de derrida, verifico que no tiene nada que ver con mi estado de
ánimo e incluso mis intenciones; la analogía existe de otra manera, parecería estar entre la
noción de belleza que propone ese pasaje y mi sentimiento de anabel; en los dos casos hay
un rechazo a todo acceso, a todo puente, y si el que habla en el pasaje de derrida no tiene
jamás ingreso en lo bello en tanto que tal, yo que hablo en mi nombre (error que no hubiera
cometido nunca bioy), sé penosamente que jamás tuve y jamás tendré acceso a anabel como
anabel, y que escribir ahora un cuento sobre ella, un cuento de alguna manera de ella, es
imposible. y así al final de la analogía vuelvo a sentir su principio, la iniciación del pasaje
de derrida que leí anoche y me cayó como una prolongación exasperante de lo que estaba
sintiendo aquí frente a la olympia, frente a la ausencia del cuento, frente a la nostalgia de la
eficacia de bioy. justo al principio: «no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni
la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada».
el mismo enfrentamiento desesperado contra una nada desplegándose en una serie de
subnadas, de negativas del discurso; porque hoy, después de tantos años, no me queda ni
anabel, ni la existencia de anabel, ni mi existencia con relación a la suya, ni el puro objeto
de anabel, ni mi puro sujeto de entonces frente a anabel en la pieza de la calle reconquista,
ni ningún interés de ninguna naturaleza por nada, puesto que todo eso se fue consumando
many and many years ago. en un país que es hoy mi fantasma o yo el suyo, en un tiempo
que hoy es como la ceniza de estos gitanes acumulándose día a día hasta que madame
perrin venga a limpiarme el departamento.
6 de febrero
esta foto de anabel, puesta como señalador en nada menos que una novela de onetti
y que reapareció por mera acción de la gravedad en una mudanza de hace dos años, sacar
una brazada de libros viejos de la estantería y ver asomar la foto, tardar en reconocer a
anabel.
creo que se le parece bastante aunque le extraño el peinado, cuando vino por
primera vez a mi oficina llevaba el pelo recogido, me acuerdo por puro coágulo de
sensaciones que yo estaba metido hasta las orejas en la traducción de una patente industrial.

de todos los trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad tenía que aceptarlos todos
mientras fueran traducciones, los peores eran las patentes, había que pasarse horas
trasvasando la explicación detallada de un perfeccionamiento en una máquina eléctrica de
coser o en las turbinas de los barcos, y desde luego yo no entendía absolutamente nada de la
explicación y casi nada del vocabulario técnico, de modo que avanzaba palabra a palabra
cuidando de no saltarme un renglón pero sin la menor idea de lo que podía ser un árbol
helicoidal hidrovibrante que respondía magnéticamente a los tensores 1, 1' y 1" (dibujo 14).
seguro que anabel había golpeado en la puerta y no la oí, cuando levanté los ojos estaba al
lado de mi escritorio y lo que más se veía de ella era la cartera de hule brillante y unos
zapatos que no tenían nada que ver con las once de la mañana de un día hábil en buenos
aires.
por la tarde
¿estoy escribiendo el cuento o siguen los aprontes para probablemente nada?
viejísima, nebulosa madeja con tantas puntas, puedo tirar de cualquiera sin saber lo que va
a dar; la de esta mañana tenía un aire cronológico, la primera visita de anabel. seguir o no
seguir esas hebras: me aburre lo consecutivo pero tampoco me gustan los flashbacks
gratuitos que complican tanto cuento y tanta película. si vienen por su cuenta, de acuerdo;
al fin y al cabo quién sabe lo que es realmente el tiempo; pero nunca decidirlos como plan
de trabajo. de la foto de anabel tendría que haber hablado después de otras cosas que le
dieran más sentido, aunque tal vez por algo asomó así, como ahora el recuerdo del papel
que una tarde encontré clavado con un alfiler en la puerta de la oficina, ya nos conocíamos
bien y aunque profesionalmente el mensaje podía perjudicarme ante los clientes
respetables, me hizo una gracia infinita leer NO ESTÁS, DESGRACIADO, VUELVO A LA TARDE (las
comas las agrego yo, y no debería hacerlo pero ésa es la educación). al final ni siquiera
vino, porque a la tarde empezaba su trabajo del que nunca tuve una idea detallada pero que
en conjunto era lo que los diarios llamaban el ejercicio de la prostitución. ese ejercicio
cambiaba bastante rápidamente para anabel en la época en que alcancé a hacerme una idea
de su vida, casi no pasaba una semana sin que por ahí me soltara una mañana no nos vemos
porque en el fénix necesitan una copera por una semana y pagan bien, o me dijera entre dos
suspiros y una mala palabra que el yiro andaba flojo y que iba a tener que meterse unos días
en lo de la chempe para poder pagar la pieza a fin de mes.
la verdad es que nada parecía durarle a anabel (y a las otras chicas), ni siquiera la
correspondencia con los marineros, me había bastado un poco de práctica en el oficio para
calcular que el promedio en casi todos los casos era de dos o tres cartas, cuatro con suerte, y
verificar que el marinero se cansaba o se olvidaba pronto de ellas o viceversa, aparte de que
mis traducciones debían de carecer de suficiente libido o arrastre sentimental y los
marineros por su lado no eran lo que se llama hombres de pluma, de modo que todo se
acababa rápido. qué mal estoy explicando todo esto, también a mí me cansa escribir, echar
palabras como perros buscando a anabel, creyendo por momento que van a traérmela tal
como era, tal como éramos many and many years ago.
8 de febrero
lo que es peor, me cansa releer para encontrar una hilación, y además esto no es el
cuento, de manera que entonces anabel entró aquella mañana en mi oficina de san martín
casi esquina corrientes, y me acuerdo más de la cartera de hule y los zapatos con plataforma
de corcho que de su cara ese día (es cierto que las caras de la primera vez no tienen nada
que ver con la que está esperando en el tiempo y la costumbre). yo trabajaba en el viejo
escritorio que había heredado un año antes junto con toda la vejez de la oficina y que
todavía no me sentía con ánimos de renovar, y estaba llegando a una parte especialmente
abstrusa de la patente, avanzando frase a frase rodeado de diccionarios técnicos y una
sensación de estarlos estafando a marval y o'donnell que me pagaban las traducciones.
anabel fue como la entrada trastornante de una gata siamesa en una sala de computadoras, y
se hubiera dicho que lo sabía porque me miró casi con lástima antes de decirme que su
amiga marucha le había dado mi dirección. le pedí que se sentara, y por puro chiqué seguí
traduciendo una frase en la que una calandria de calibre intermedio establecía una
misteriosa confraternidad con un cárter antimagnético blindado x2. entonces ella sacó un
cigarrillo rubio y yo uno negro, y aunque me bastaba el nombre de marucha para que todo
estuviera claro, lo mismo la dejé hablar.

9 de febrero
resistencia a construir un diálogo que tendría más de invención que de otra cosa. me
acuerdo sobre todo de los clisés de anabel, de su manera de decirme «joven» o «señor»
alternadamente, de decir «una suposición», o dejar caer un «ah, si le cuento». de fumar
también por clisé, soltando el humo de un solo golpe casi antes de haberlo absorbido. me
traía una carta de un tal william, fechada en tampico un mes antes, que le traduje en voz
alta antes de ponérsela por escrito como me lo pidió en seguida. «por si se me olvida algo»,
dijo anabel, sacando cinco pesos para pagarme. le dije que no valía la pena, mi ex socio
había fijado esa tarifa absurda en los tiempos en que trabajaba solo y había empezado a
traducirles a las minas del bajo las cartas de sus marineros y lo que ellas les contestaban. yo
le había dicho: «¿por qué les cobra tan poco? o más o nada seria mejor, total no es su
trabajo, usted lo hace por bondad». me explicó que ya estaba demasiado viejo como para
resistir al deseo de acostarse de cuando en cuando con alguna de ellas, y que por eso
aceptaba traducirles las cartas para tenerlas más a tiro, pero que si no les hubiera cobrado
ese precio simbólico se habrían convertido todas en unas madame de sévigné y eso ni
hablar. después mi socio se fue del país y yo heredé la mercadería, manteniéndola dentro de
las mismas líneas por inercia. todo iba muy bien, marucha y las otras (había cuatro
entonces) me juraron que no le pasarían el santo a ninguna más, y el promedio era de dos
por mes, con carta a leerles en español y carta a escribirles en inglés (más raramente en
francés). entonces por lo visto a marucha se le olvidó el juramento, y balanceando su
absurda cartera de hule reluciente entró anabel.

10 de febrero
esos tiempos: el peronismo ensordeciéndome a puro altoparlante en el centro, el
gallego portero llegando a mi oficina con una foto de evita y pidiéndome de manera nada
amable que tuviera la amabilidad de fijarla en la pared (traía las cuatro chinches para que
no hubiera pretextos). walter gieseking daba una serie de admirables recitales en el colón, y
josé maría gatica caía como una bolsa de papas en un ring de estados unidos. en mis ratos
libres yo traducía vida y cartas de john keats, de lord houghton; en los todavía más libres
pasaba buenos ratos en la fragata, casi enfrente de mi oficina, con amigos abogados a
quienes también les gustaba el demaría bien batido. a veces susana…
es que no es fácil seguir, me voy hundiendo en recuerdos y a la vez queriendo
huirles, exorcizarlos escribiéndolos (pero entonces hay que asumirlos de lleno y ésa es la
cosa). pretender contar desde la niebla, desde cosas deshilachadas por el tiempo (y qué
irrisión ver con tanta claridad la cartera negra de anabel, oír nítidamente su «gracias,
joven», cuando le terminé la carta para william y le di el vuelto de diez pesos). sólo ahora
sé de veras lo que pasa, y es que nunca supe gran cosa de lo que había pasado, quiero decir
las razones profundas de ese tango barato que empezó con anabel, desde anabel. cómo
entender de veras esa anécdota de milonga en la que había una muerte de por medio y nada
menos que un frasco de veneno, no era a un traductor público con oficina y chapa de bronce
en la puerta a quien anabel le iba a decir toda la verdad, suponiendo que la supiera. como
con tantas otras cosas en ese tiempo, me manejé entre abstracciones, y ahora al final del
camino me pregunto cómo pude vivir en esa superficie bajo la cual resbalaban y se mordían
las criaturas de la noche porteña, los grandes peces de ese río turbio que yo y tantos otros
ignorábamos. absurdo que ahora quiera contar algo que no fui capaz de conocer bien
mientras estaba sucediendo, como en una parodia de proust pretendo entrar en el recuerdo
como no entré en la vida para al fin vivirla de veras. pienso que lo hago por anabel,
finalmente quisiera escribir un cuento capaz de mostrármela de nuevo, algo en que ella
misma se viera como no creo que se haya visto en ese entonces, porque también anabel se
movía en el aire espeso y sucio de un buenos aires que la contenía y a la vez la rechazaba
como a una sobra marginal, lumpen de puerto y pieza de mala muerte dando a un corredor
al que daban tantas piezas de tantos otros lumpens, donde se oían tantos tangos al mismo
tiempo mezclándose con broncas, quejidos, a veces risas, claro que a veces risas cuando
anabel y marucha se contaban chistes o porquerías entre dos mates o una cerveza nunca lo
bastante fría. poder arrancar a anabel de esa imagen confusa y manchada que me queda de
ella, como a veces las cartas de william le llegaban confusas y manchadas y ella me las
ponía en la mano como si me alcanzara un pañuelo sucio.
11 de febrero
entonces esa mañana me enteré de que el carguero de william había estado una
semana en buenos aires y que ahora llegaba la primera carta de william desde tampico
acompañando el clásico paquete con los regalos prometidos, slips de nilón, una pulsera
fosforescente y un frasquito de perfume. nunca había muchas diferencias en las cartas de
los amigos de las chicas y sus regalos, ellas pedían sobre todo ropas de nilón que en esa
época era difícil conseguir en buenos aires, y ellos mandaban los regalos con mensajes casi
siempre románticos en los que por ahí irrumpían referencias tan concretas que se me hacía
difícil traducírselas en voz alta a las chicas que, por supuesto, me dictaban cartas o me
daban borradores llenos de nostalgias, noches de baile y pedidos de medias cristal y blusas
color tango. con anabel era lo mismo, apenas acabé de traducirle la carta de william se puso
a dictarme la respuesta, pero yo conocía esa clientela y le pedí que me indicara solamente
los temas, de la redacción me ocuparía más tarde. anabel se me quedó mirando,
sorprendida.
—es el sentimiento —dijo—. tiene que poner mucho sentimiento.
—por supuesto, quédese tranquila y dígame lo que tengo que contestar.
fue el nimio catálogo de siempre, acuse de recibo, ella estaba bien pero cansada,
cuándo volvía william, que le escribiera por lo menos una postal desde cada puerto, que le
dijera a un tal perry que no se olvidara de mandar la foto que les había sacado juntos en la
costanera. ah, y que le dijera que lo de la dolly seguía igual.
—si no me explica un poco esto... —empecé.
—dígale nomás así, que lo de la dolly sigue lo mismo. y al final dígale, bueno, ya
sabe, que sea con sentimiento, si me entiende.
—claro, no se preocupe.
quedó en pasar al otro día y cuando vino firmó la carta después de mirarla un
momento, se la veía capaz de entender bastantes palabras, se detenía algo en uno que otro
párrafo, después firmó y me mostró un papelito donde william había puesto fechas y
puertos. decidimos que lo mejor era mandarle la carta a oakland, y ya para entonces se
había roto el hielo y anabel me aceptaba el primer cigarrillo y me miraba escribir el sobre,
apoyada en el borde del escritorio y canturreando alguna cosa. una semana después me
trajo un borrador para que yo le escribiera urgente a william, parecía ansiosa y me pidió
que le hiciera enseguida la carta, pero yo estaba tapado de partidas de nacimiento italianas y
le prometí escribirla esa tarde, firmarla por ella y despacharla al salir de la oficina. me miró
como dudando, pero después dijo bueno y se fue. a la mañana siguiente se apareció a las
once y media para estar segura de que yo había mandado la carta. fue entonces cuando la
besé por primera vez y quedamos en que iría a su casa al salir del trabajo.
12 de febrero
no era que me gustaran particularmente las chicas del bajo en ese entonces, me
movía en el cómodo pequeño mundo de una relación estable con alguien a quien llamaré
susana y calificaré de kinesióloga, solamente que a veces ese mundo me resultaba
demasiado pequeño y demasiado confortable, entonces había como una urgencia de
sumersión, una vuelta a tiempos adolescentes con caminatas solitarias por los barrios del
sur, copas y elecciones caprichosas, breves interludios quizá más estéticos que eróticos, un
poco como la escritura de este párrafo que releo y que debería tachar pero que guardaré
porque así ocurrían las cosas, eso que he llamado sumersión, ese encanallamiento
objetivamente innecesario puesto que susana, puesto que t. s. eliot, puesto que wilhelm
backhaus, y sin embargo, sin embargo.
13 de febrero
ayer me encabroné contra mí mismo, es divertido pensarlo ahora. de todas maneras
lo sabía desde el comienzo, anabel no me dejará escribir el cuento porque en primer lugar
no será un cuento y luego porque anabel hará (como lo hizo entonces sin saberlo,
pobrecita), todo lo que pueda por dejarme solo delante de un espejo. me basta releer este
diario para sentir que ella no es más que una catalizadora que busca arrastrarme al fondo
mismo de cada página que por eso no escribo, al centro del espejo donde hubiera querido
verla a ella y en cambio aparece un traductor público nacional debidamente diplomado, con
su susana previsible y hasta cacofónica, sususana, por qué no la habré llamado amalia o
berta. problemas de escritura, no cualquier nombre se presta a... (¿vas a seguir?).
por la noche
de la pieza de anabel en reconquista al quinientos preferiría no acordarme, sobre
todo quizá porque sin que ella pudiese saberlo esa pieza quedaba muy cerca de mi
departamento en un piso doce y con ventanas dando a una espléndida vista del río color de
león. me acuerdo (increíble que me acuerde de cosas así) que al citarme con ella estuve
tentado de decirle que mejor viniera a mi bulín donde tendríamos whisky bien helado y una
cama como a mí me gustan, y que me contuvo la idea de que fermín el portero con más ojos
que argos la viera entrar o salir del ascensor y mi crédito con él se viniese abajo, él que
saludaba casi conmovido a susana cuando nos veía salir o llegar juntos, él que sabía
distinguir en materia de maquillajes, tacos de zapatos y carteras. me arrepentí apenas
empecé a subir la escalera, y estuve a punto de dar media vuelta cuando salí al corredor al
que daban no sé cuántas piezas, victrolas y perfumes. pero ya anabel me estaba sonriendo
desde la puerta de su cuarto, y además había whisky aunque no estuviera helado, había las
obligatorias muñecas pero también una reproducción de un cuadro de quinquela martín. la
ceremonia se cumplió sin apuro, bebimos sentados en el sofá y anabel quiso saber cuándo
había conocido a marucha y se interesó por mi antiguo socio del que las otras minas le
habían hablado. cuando le puse una mano en el muslo y la besé en la oreja, me sonrió con
naturalidad y se levantó para retirar el cobertor rosa de la cama. su sonrisa al despedirnos,
cuando dejé unos billetes debajo de un cenicero, siguió siendo la misma, una aceptación
desapegada que me conmovió por lo sincera, otros hubieran dicho que por lo profesional. sé
que me fui sin hablarle como había pensado hacerlo de su última carta a william, qué me
importaban los líos al fin y al cabo, también yo podía sonreírle como ella me había
sonreído, también yo era un profesional.
16 de febrero
inocencia de anabel, como ese dibujo que hizo un día en mi oficina mientras yo la
tenía esperando por culpa de una traducción urgente, y que debe andar perdido dentro de
algún libro hasta que tal vez asome como su foto en una mudanza o una relectura. dibujo
con casitas suburbanas y dos o tres gallinas picoteando en la vereda. ¿pero quién habla de
inocencia? fácil tildar a anabel por esa ignorancia que la llevaba como resbalando de una
cosa a otra; de golpe, debajo, tangible tantas veces en la mirada o en las decisiones, la
entrevisión de algo que se me escapaba, de eso que la misma anabel llamaba un poco
dramáticamente «la vida», y que para mí era un territorio vedado que sólo la imaginación o
roberto arlt podían darme vicariamente. (me estoy acordando de hardoy, un abogado amigo,
que a veces se metía en turbios episodios suburbanos por mera nostalgia de algo que en el
fondo sabía imposible, y de donde volvía sin haber participado de veras, mero testigo como
yo testigo de anabel. sí, los verdaderos inocentes éramos los de corbata y tres idiomas; en
todo caso hardoy como buen abogado apreciaba su función de testigo presencial, la veía
casi como una misión. pero no es él sino yo quien quisiera escribir este cuento sobre
anabel).
1 7 de febrero
no le llamaré intimidad, para eso hubiera tenido que ser capaz de darle a anabel lo
que ella me daba tan naturalmente, hacerla subir a mi casa por ejemplo, crear una paridad
aceptable aunque siguiera teniendo con ella una relación tarifada entre cliente regular y
mujer de la vida. en ese entonces no pensé como lo estoy pensando ahora que anabel no me
reprochó nunca que la mantuviera estrictamente al borde; debía parecerle la ley del juego,
algo que no excluía una amistad suficiente como para llenar con risas y bromas los huecos
fuera de la cama, que son siempre los peores. mi vida la tenía perfectamente sin cuidado a
anabel, sus raras preguntas eran del género de: «¿vos tuviste un perrito de chico?», o:
«¿siempre te cortaste el pelo tan corto?» yo ya estaba bastante al tanto de lo de la dolly y de
marucha, de cualquier cosa en la vida de anabel, mientras ella seguía sin saber y sin
importársele que yo tuviera una hermana o un primo, barítono este último. a marucha la
conocía de antes por lo de las cartas, y a veces en el café de cochabamba me encontraba
con ella y con anabel para tomar cerveza (importada). por una de las cartas a william me
había enterado de las broncas entre marucha y la dolly, pero lo que llamaré el asunto del
frasquito no se puso serio hasta bastante después, al principio era para reírse de tanta
inocencia (¿he hablado de la inocencia de anabel? me aburre releer este diario que me está
ayudando cada vez menos a escribir el cuento), porque anabel que era carne y uña con
marucha le había contado a william que la dolly le seguía sacando los mejores puntos a
marucha, tipos de guita y hasta uno que era hijo de un comisario como en el tango, le hacía
la vida imposible en lo de la chempe y visiblemente aprovechaba que a marucha se le
estaba cayendo un poco el pelo, que tenía problemas de incisivos y que en la cama,
etcétera. todo eso marucha se lo lloraba a anabel, a mí menos porque tal vez no me tenía
tanta confianza, yo era el traductor y gracias, dice que sos fenómeno, me confiaba anabel,
vos le interpretas todo tan bien, el cocinero de ese buque francés hasta le manda más
regalitos que antes, marucha piensa que debe ser por el sentimiento que ponés.
—¿y a vos no te mandan más?
—no, che. seguro que de puro celos escribís angosto.
decía cosas así, y nos reíamos tanto. incluso riéndose me contó lo del frasquito que
ya una o dos veces había aparecido en el temario para las cartas a william sin que yo hiciera
preguntas porque dejarla venir sola era uno de mis placeres. me acuerdo que me lo contó en
su pieza mientras abríamos una botella de whisky después de habernos ganado el derecho al
trago.
—te juro, me quedé dura. siempre me pareció un poco plantado, a lo mejor porque
no le entiendo mucho la parla y eso que al final él siempre se hace entender. claro, no lo
conoces, si le vieras esos ojos que tiene, como un gato amarillo, le queda bien porque es un
tipo de pinta, cuando sale se pone unos trajes que si te cuento, aquí nunca se ven géneros
así, sintéticos me entendés.
—¿pero qué te dijo?
—que cuando vuelva me va a traer un frasquito. me lo dibujó en la servilleta y
arriba puso una calavera y dos huesos cruzados. ¿me seguís ahora?
—te sigo, pero no entiendo por qué. ¿vos le hablaste de la dolly?
—claro, la noche que él me vino a buscar cuando llegó el barco, marucha estaba
conmigo, lloraba y devolvía la comida, yo tuve que agarrarla para que no saliera ahí nomás
a cortarle la cara a la dolly. fue justo cuando supo que la dolly le había sacado al viejo de
los jueves, andá a saber lo que esa hija de puta le dijo de marucha, a lo mejor lo del pelo
que en una de ésas era algo contagioso. con william le dimos femé y la acostamos en esta
misma cama, se quedó dormida y así pudimos salir a bailar. yo le conté todo lo de la dolly,
seguro que entendió porque eso sí, me entiende todo, me clava los ojos amarillos y
solamente le tengo que repetir algunas cosas.
—espera un poco, mejor nos tomamos otro scotch esta tarde todo ha sido doble —le
dije dándole un chirlo, y nos reímos porque ya el primero había estado bien cargadito—. ¿y
vos qué hiciste?
—¿te crees que soy tan paparula? que no, claro, le rompí la servilleta a pedacitos
para que comprendiera. pero él dale con el frasquito, que me lo iba a mandar para que
marucha se lo pusiera en un copetín. in a drink, dijo. me dibujó a un cana en otra servilleta
y después lo tachó con una cruz, eso quería decir que no sospecharían de nada.
—perfecto —dije yo—, ese yanqui se cree que aquí los médicos forenses son unos
felipones. hiciste bien, nena, cuantimás que el frasquito ese iba a pasar por tus manos.
—eso.
(no me acuerdo, cómo podría acordarme de ese diálogo. pero fue así, lo escribo
escuchándolo, o lo invento copiándolo, o lo copio inventándolo. preguntarse de paso si no
será eso la literatura).
19 de febrero
pero a veces no es así sino algo mucho más sutil. a veces se entra en un sistema de
paralelas, de simetrías, y a lo mejor por eso hay momentos y frases y sucesos que se fijan
para siempre en una memoria que no tiene demasiados méritos (la mía en todo caso) puesto
que olvida tanta cosa más importante.
no, no siempre hay invención o copia. anoche pensé que tenía que seguir
escribiendo todo esto sobre anabel, que a lo mejor me llevaría al cuento como verdad
última, y de golpe fue otra vez la pieza de reconquista, el calor de febrero o marzo, el
riojano con los discos de alberto castillo al otro lado del corredor, ese tipo no acababa
nunca de despedirse de su famosa pampa, hasta anabel empezaba a hincharse y eso que ella
para la música, adióóós pááámpa mííía, y anabel sentada desnuda en la cama y
acordándose de su pampa allá por trenque lauquen. tanto lío que arma ése por la pampa,
anabel despectiva encendiendo un cigarrillo, tanto joder por una mierda llena de vacas. pero
anabel, yo te creía más patriótica, hijita. una pura mierda aburrida, che, yo creo que si no
vengo a buenos aires me tiro a un zanjón. poco a poco los recuerdos confirmatorios y de
golpe, como si le hiciese falta contármelo, la historia del viajante de comercio, casi no
había empezado cuando sentí que eso yo ya lo sabía, que eso ya me lo habían contado. la
fui dejando hablar como a ella le hacía falta hablarme (a veces el frasquito, ahora el
viajante), pero dé alguna manera yo no estaba ahí con ella, lo que me estaba contando me
venía de otras voces y otros ámbitos con perdón de capote, me venía de un comedor en el
hotel del polvoriento bolívar, ese pueblo pampeano donde había vivido dos años ya tan
lejanos, de esa tertulia de amigos y gente de paso donde se hablaba de todo pero sobre todo
de mujeres, de eso que entonces los muchachos llamábamos los elementos y que tanto
escaseaban en la vida de los solteros pueblerinos.
qué claro me acuerdo de aquella noche de verano, con la sobremesa y el café con
grapa al pelado rosatti le volvían cosas de otros tiempos, era un hombre que apreciábamos
por el humor y la generosidad, el mismo hombre que después de un cuento más bien subido
de flores díez o del pesado salas, se largaba a contarnos de una china ya no muy joven que
él visitaba en su rancho por el lado de casbas donde ella vivía de unas gallinas y una
pensión de viuda, criando en la miseria a una hija de trece años.
rosatti vendía autos nuevos y usados, se llegaba hasta el rancho de la viuda cuando
le caía bien en algunas de sus giras, llevaba algunos regalos y se acostaba con la viuda hasta
el otro día. ella estaba encariñada, le cebaba buenos mates, le freía empanadas y según
rosatti no estaba nada mal en la cama. a la chola la mandaban a dormir al galponcito donde
en otros tiempos el finado guardaba un sulky ya vendido; era una chica callada, de ojos
escapadizos, que se perdía de vista apenas llegaba rosatti y a la hora de cenar se sentaba con
la cabeza gacha y casi no hablaba. a veces él le llevaba un juguete o caramelos, que ella
recibía con un «gracias, don» casi a la fuerza. la tarde en que rosatti se apareció con más
regalos que de costumbre porque esa mañana había vendido un plymouth y estaba contento,
la viuda agarró por el hombro a la chola y le dijo que aprendiera a darle bien las gracias a
don carlos, que no fuera tan chucara. rosatti, riéndose, la disculpó porque le conocía el
carácter, pero en ese segundo de confusión de la chica la vio por primera vez, le vio los ojos
renegridos y los catorce años que empezaban a levantarle la blusita de algodón. esa noche
en la cama sintió las diferencias y la viuda debió sentirlas también porque lloró y le dijo
que él ya no la quería como antes, que seguro iba a olvidarse de ella que ya no le rendía
como al principio. los detalles del arreglo no los supimos nunca, en algún momento la
viuda fue a buscar a la chola y la trajo al rancho a los tirones. ella misma le arrancó la ropa
mientras rosatti la esperaba en la cama, y como la chica gritaba y se debatía desesperada, la
madre le sujetó las piernas y la mantuvo así hasta el final. me acuerdo que rosatti bajó un
poco la cabeza y dijo, entre avergonzado y desafiante: «cómo lloraba...». ninguno de
nosotros hizo el menor comentario, el silencio espeso duró hasta que el pesado salas soltó
una de las suyas y todos, y sobre todo rosatti, empezamos a hablar de otras cosas.
tampoco yo le hice el menor comentario a anabel. ¿qué le podía decir? ¿que ya
conocía cada detalle, salvo que había por lo menos veinte años entre las dos historias, y que
el viajante de comercio de trenque lauquen no había sido el mismo hombre, ni anabel la
misma mujer? ¿que todo era siempre más o menos así con las anabel de este mundo, salvo
que a veces se llamaban chola?
23 de febrero
los clientes de anabel, vagas referencias con algún nombre o alguna anécdota.
encuentros casuales en los cafés del bajo, fijación de una cara, una voz. por supuesto nada
de eso me importaba, supongo que en ese tipo de relaciones compartidas nadie se siente un
cliente como los otros, pero además yo podía saberme seguro de mis privilegios, primero
por lo de las cartas y también por mí mismo, algo que le gustaba a anabel y me daba, creo,
más espacio que a los otros, tardes enteras en la pieza, el cine, la milonga y algo que a lo
mejor era cariño, en todo caso ganas de reírse por cualquier cosa, generosidad nada mentida
en la manera que tenía anabel de buscar y dar el goce. imposible que fuera así con los otros,
los clientes, y por eso no me importaban (la idea era que no me importaba anabel, pero por
qué me acuerdo hoy de todo esto), aunque en el fondo hubiera preferido ser el único, vivir
así con anabel y del otro lado con susana, claro. pero anabel tenía que ganarse la vida y de
cuando en cuando me llegaba algún indicio concreto, como cruzarme en la esquina con el
gordo —nunca supe ni pregunté su nombre, ella le llamaba el gordo a secas—, y quedarme
viéndolo entrar en la casa, imaginarlo rehaciendo mi propio itinerario de esa tarde, peldaño
a peldaño hasta la galería y la pieza de anabel y todo el resto. me acuerdo que me fui a
beber un whisky a la fragata y que me leí todas las noticias del extranjero de la razón, pero
por debajo lo sentía al gordo con anabel, era idiota pero lo sentía como si estuviera en mi
propia cama, usándola sin derecho.
a lo mejor por eso no fui muy amable con anabel cuando se me apareció en la
oficina unos días después. a todas mis dientas epistolares (vuelve a salir la palabra de una
manera bastante curiosa, eh sigmund?) les conocía los caprichos y los humores a la hora de
darme o dictarme una carta, y me quedé impasible cuando anabel casi me gritó escribile
ahora mismo a william que me traiga el frasquito, esa perra hija de puta no merece vivir. du
calme, le dije (entendía bastante bien el francés), qué es eso de ponerse así antes del vermú.
pero anabel estaba enfurecida y el prólogo a la carta fue que la dolly le había vuelto a sacar
un punto con auto a marucha y andaba diciendo en lo de la chempe que lo había hecho para
salvarlo de la sífilis. encendí un cigarrillo como bandera de capitulación y escribí la carta
donde absurdamente había que hablar a la vez del frasquito y de unas sandalias plateadas
treinta y seis y medio (máximo treinta y siete). tuve que calcular la conversión a cinco o
cinco y medio para no crearle problemas a william, y la carta resultó muy corta y práctica,
sin nada del sentimiento que habitualmente reclamaba anabel aunque ahora lo hiciera cada
vez menos por razones obvias. (¿cómo imaginaba lo que yo podía decirle a william en las
despedidas? ya no me exigía que le leyera las cartas, se iba enseguida pidiéndome que la
despachara, no podía saber que yo seguía fiel a su estilo y que le hablaba de nostalgia y
cariño a william, no por exceso de bondad sino porque había que prever las respuestas y los
regalos, y eso en el fondo debía ser el barómetro más seguro para anabel).
esa tarde lo pensé despacio y antes de despachar la carta agregué una hoja separada
en la que me presentaba sucintamente a william como el traductor de anabel, y le pedía que
viniera a verme apenas desembarcara y sobre todo antes de verse con anabel. cuando lo vi
entrar dos semanas después, lo de los ojos amarillos me impresionó más que el aire entre
agresivo y cortado del marinero en tierra. no hablamos mucho en el aire, le dije que estaba
al tanto de la cuestión del frasquito pero que las cosas no eran tan tremendas como anabel
las pensaba. virtuosamente me mostré preocupado por la seguridad de anabel que, en caso
de que las papas quemaran, no podría mandarse mudar en un barco como él iba a hacerlo
tres días más tarde.
—bueno, ella me lo pidió —dijo william sin alterarse—. a mí me da pena marucha,
y es la mejor manera de que todo se arregle.
de creerle, el contenido del frasquito no dejaba la menor huella, y eso curiosamente
parecía suprimir toda noción de culpabilidad en william. sentí el peligro y empecé mi
trabajo sin forzar la mano. en el fondo los líos con la dolly no estaban ni mejor ni peor que
en su último viaje, claro que marucha se sentía cada vez más harta y eso caía sobre la pobre
anabel. yo me interesaba por el asunto porque era el traductor de todas esas chicas y las
conocía bien, etcétera. saqué el whisky después de colgar un cartel de ausente y cerrar con
llave la oficina, y empecé a beber y a fumar con william. lo medí desde la primera vuelta,
primario y sensiblero y peligroso. que yo fuera el traductor de las frases sentimentales de
anabel parecía darme un prestigio casi confesional, en el segundo whisky supe que estaba
enamorado de veras de anabel y que quería sacarla de la vida, llevársela a los states en un
par de años cuando arreglara, dijo, unos asuntos pendientes. imposible no ponerme de su
lado, aprobar caballerescamente sus intenciones y apoyarme en ellas para insistir en que lo
del frasquito era la peor cosa que podía hacerle a anabel. empezó a verlo por ese lado pero
no me ocultó que anabel no le perdonaría que le fallara, que lo trataría de flojo y de hijo de
puta, y ésas eran cosas que él no le podía aceptar ni siquiera a anabel.
usando como ejemplo el acto de echarle más whisky en el vaso, sugerí el plan en el
que me tendría por aliado. el frasquito por supuesto se lo daría a anabel, pero lleno de té o
de coca-cola; por mi parte yo lo tendría al tanto de las novedades con el sistema de las
hojitas separadas, para que las cartas de anabel guardaran todo lo que era de ellos dos
solamente, y seguro que entretanto lo de la dolly y marucha se arreglaba por cansancio. si
no era así —en algo había que ceder frente a esos ojos amarillos que se iban poniendo cada
vez más fijos—, yo le escribiría para que mandara o trajera el frasquito de veras, y en
cuanto a anabel estaba seguro de que comprendería llegado el caso si yo me declaraba
responsable del engaño para bien de todos, etcétera.
—o.k. —dijo william. era la primera vez que lo decía, y me pareció menos idiota
que cuando se lo escuchaba a mis amigos. nos dimos la mano en la puerta, me miró
amarillo y largo, y dijo: «gracias por las cartas». lo dijo en plural, o sea que pensaba en las
cartas de anabel y no en la sola hoja separada. ¿por qué esa gratitud tenía que hacerme
sentir tan mal, por qué una vez a solas me tomé otro whisky antes de cerrar la oficina y salir
a almorzar?
26 de febrero
escritores que aprecio han sabido ironizar amablemente sobre el lenguaje de alguien
como anabel. me divierten mucho, claro, pero en el fondo esas facilidades de la cultura me
parecen un poco canallas, yo también podría repetir tantas frases de anabel o del gallego
portero, y hasta por ahí me pasará hacerlo si al final escribo el cuento, no hay nada más
fácil. pero en esos tiempos me dedicaba más bien a comparar mentalmente el habla de
anabel y de susana, que las desnudaba tanto más profundamente que mis manos, revelaba lo
abierto y lo cerrado en ellas, lo estrecho y lo ancho, el tamaño de sus sombras en la vida.
nunca le oí la palabra «democracia» a anabel, que sin embargo la escuchaba o leía veinte
veces por día, y en cambio susana la usaba con cualquier motivo y siempre con la misma
cómoda buena conciencia de propietaria. en materias íntimas susana podía aludir a su sexo,
mientras que anabel decía la concha o la parpaiola, palabra esta última que siempre me ha
fascinado por lo que tiene de ola y de párpado. y así estoy desde hace diez minutos porque
no me decido a seguir con lo que falta (y que no es mucho y no responde demasiado a lo
que vagamente esperaba escribir), o sea que en toda esa semana no supe nada de anabel
como era previsible, puesto que estaría todo el tiempo con william, pero un fin de mañana
se me apareció con evidentemente parte de los regalos de nilón que le había traído william,
y una cartera nueva de piel de no sé qué de alaska, que en esa temporada hacía subir el
calor con sólo mirarla. vino para contarme que william acababa de irse, lo que no era
noticia para mí, y que le había traído la cosa (curiosamente evitaba llamarla frasquito) que
ya estaba en manos de marucha.
no tenía ninguna razón para inquietarme ahora, pero era bueno hacerse el
preocupado, saber si marucha tenía clara conciencia de la barbaridad que eso significaba,
etcétera, y anabel me explicó que le había hecho jurar por su santa madre y la virgen de
lujan que solamente si la dolly volvía a, etcétera. de paso le interesó saber lo que yo
opinaba de la cartera y las medias cristal, y nos citamos en su casa para la otra semana,
porque ella andaba bastante ocupada después de tanto full-time con william. ya se iba,
cuando se acordó:
—Él es tan bueno, sabes. ¿te das cuenta esta cartera lo que le habrá costado? yo no
le quería decir nada de vos, pero él me hablaba todo el tiempo de las cartas, dice que vos le
transmitís propiamente el sentimiento.
—ah —comenté, sin saber demasiado por qué la cosa me caía un poco atravesada.
—mirála, tiene doble cierre de seguridad y todo. al final le dije que vos me conocías
bien y que por eso me interpretabas las cartas, total a él qué le importa si ni siquiera te ha
visto.
—claro, qué le puede importar —alcancé a decir.
—me prometió que en el otro viaje me trae un tocadiscos de esos con radio y todo,
ahora sí que le ponemos la tapa al riojano de adiós pampa mía si vos me compras discos de
canaro y d'arienzo.
no había terminado de irse cuando me telefoneó susana, que por lo visto acababa de
entrar en uno de sus ataques de nomadismo y me invitaba a irme con ella en su auto a
necochea. acepté para el fin de semana, y me quedaron tres días en que no hice más que
pensar, sintiendo poco a poco cómo me subía algo raro hasta la boca del estómago (¿tiene
boca el estómago?). lo primero: william no le había hablado a anabel de sus planes de
casamiento, era casi obvio que la patinada involuntaria de anabel le había caído como una
patada en la cabeza (y que lo hubiera disimulado era lo más inquietante). o sea que.
inútil decirme que a esa altura me estaba dejando llevar por deducciones tipo
dickson carr o ellery queen, y que al fin y al cabo a un tipo como william no tenía por qué
quitarle el sueño que yo fuera uno más entre los clientes de anabel. pero a la vez sentía que
no era así, que precisamente un tipo como william podía haber reaccionado de otra manera,
con esa mezcla de sensiblería y zarpazo que yo le había calado desde el vamos. porque
además ahora venía lo segundo: enterado de que yo hacía algo más que traducirle las cartas
a anabel, ¿por qué no había subido a decírmelo, de buenas o de malas? no me podía olvidar
que me había tenido confianza y hasta admiración, que de alguna manera se había
confesado con alguien que entretanto se meaba de risa de tanta ingenuidad, y eso william
tenía que haberlo sentido y cómo en ese momento en que anabel se había deschavado. era
tan fácil imaginarlo a william acostándola de una trompada y viniendo directamente a mi
oficina para hacer lo mismo conmigo. pero ni lo uno ni lo otro, y eso...
y eso qué. me lo dije como quien se toma un ecuanil, al fin y al cabo su barco ya
andaba lejos y todo quedaba en hipótesis; el tiempo y las olas de necochea las borrarían de
a poco, y además susana estaba leyendo a aldous huxley, lo que daría materia para temas
más bien diferentes, enhorabuena. yo también me compré nuevos libros en el camino a
casa, me acuerdo que algo de borges y/o de bioy.
27 de febrero
aunque ya casi nadie se acuerda, a mí me sigue conmoviendo la forma en que
spandrell espera y recibe la muerte en contrapunto. en los años cuarenta ese episodio no
podía tocar tan de lleno a los lectores argentinos; hoy sí, pero justamente cuando ya no lo
recuerdan. yo le sigo siendo fiel a spandrell (nunca releí la novela ni la tengo aquí a mano),
y aunque se me hayan borrado los detalles me parece ver de nuevo la escena en que
escucha la grabación de su cuarteto preferido de beethoven, sabiendo que el comando
fascista se acerca a su casa para asesinarlo, y dando a esa elección final un peso que vuelve
aún más despreciables a sus asesinos. también a susana le había conmovido ese episodio,
aunque sus razones no me parecieron exactamente las mías y acaso las de huxley; todavía
estábamos discutiendo en la terraza del hotel cuando pasó un diariero y le compré la razón
y en la página ocho vi policía investiga muerte misteriosa, vi una foto irreconocible de la
dolly, pero su nombre completo y sus actividades notoriamente públicas, transportada de
urgencia al hospital ramos mejía sucumbió dos horas más tarde a la acción de un poderoso
tóxico. nos volvemos esta noche, le dije a susana, total aquí no hace más que lloviznar. se
puso frenética, la oí tratarme de déspota. se vengó, pensaba dejándola hablar, sintiendo el
calambre que me subía de las ingles hasta el estómago, se vengó el muy hijo de puta, lo que
estará gozando en su barco, otra que té o coca-cola, y esa imbécil de marucha que va a
cantar todo en diez minutos. como ráfagas de miedo entre cada frase enfurecida de susana,
el whisky doble, el calambre, la valija, puta si va a cantar, se va a venir con todo apenas le
aplaudan la cara.
pero marucha no cantó, a la tarde siguiente había un papelito de anabel debajo de la
puerta de la oficina, nos vemos a las siete en el café del negro, estaba muy tranquila y con
la cartera de piel, ni se le había ocurrido pensar que marucha podía meterla en un lío. lo
jurado jurado, ponele la firma, me lo decía con una calma que me hubiera parecido
admirable si no hubiese tenido tantas ganas de agarrarla a bife limpio. la confesión de
marucha llenaba media página del diario, y eso precisamente era lo que estaba leyendo
anabel cuando llegué al café. el periodista no iba más allá de las generalidades propias del
oficio, la mujer declaró haberse procurado un veneno de efecto fulminante que vertió en
una copa de licor, o sea en el cinzano que la dolly bebía de a litros. la rivalidad entre ambas
mujeres había alcanzado su punto culminante, agregaba el concienzudo notero, y su trágico
desenlace, etcétera.
no me parece raro haber olvidado casi todos los detalles de ese encuentro con
anabel. la veo sonreírme, eso sí, la oigo decirme que los abogados probarían que marucha
era una víctima y que saldría en menos de un año; lo que me queda de esa tarde es sobre
todo un sentimiento de absurdo total, algo imposible de decir aquí, haberme dado cuenta de
que en ese momento anabel era como un ángel flotando por encima de la realidad, segura
de que marucha había tenido razón (y era cierto, pero no en esa forma) y que a nadie le iba
a pasar nada grave. me hablaba de todo eso y era como si me estuviera contando una
radionovela, ajena a ella misma y sobre todo a mí, a las cartas, sobre todo a las cartas que
me embarcaban derecho viejo con william y con ella. me lo decía desde la radionovela,
desde esa distancia incalculable entre ella y yo, entre su mundo y mi terror que buscaba
cigarrillos y otro whisky, y claro, claro que sí, marucha es de ley, claro que no va a cantar.
porque si de algo estaba seguro en ese momento era de que no podía decirle nada al
ángel. cómo mierda hacerle entender que william no se iba a conformar con eso ahora, que
seguramente escribiría para perfeccionar su venganza, para denunciarla a anabel y de paso
meterme en el ajo por encubridor. se me hubiera quedado mirando como perdida, a lo mejor
me hubiera mostrado la cartera como una prueba de buena fe, él me la regaló, cómo te vas a
imaginar que haga una cosa así, todo el catálogo.
no sé de qué hablamos después, me volví a mi departamento a pensar, y al otro día
arreglé con un colega para que se hiciera cargo de la oficina por un par de meses; aunque
anabel no conocía mi departamento me mudé por las dudas a uno que justamente alquilaba
susana en belgrano y no me moví de ese salubre barrio para evitar un encuentro casual con
anabel en el centro. hardoy, que tenía toda mi confianza, se dedicó con deleite a espiarla,
bañándose en la atmósfera de eso que él llamaba los bajos fondos. tantas precauciones
resultaron inútiles, pero entretanto me sirvieron para dormir un poco mejor, leer un montón
de libros y descubrir nuevas facetas y hasta encantos inesperados en susana, convencida la
pobre de que yo estaba haciendo una cura de reposo y paseándome por todas partes en su
auto. un mes y medio después llegó el barco de william, y esa misma noche supe por
hardoy que anabel se había encontrado con él y que se habían pasado hasta las tres de la
mañana bailando en una milonga de palermo. lo único lógico hubiera debido ser el alivio,
pero no creo haberlo sentido, fue más bien como que dickson carr y ellery queen eran una
pura mierda y la inteligencia todavía peor que la mierda comparada con esa milonga en la
que el ángel se había encontrado con el otro ángel (per modo di dire, claro), para de paso
entre tango y tango escupirme en plena cara, ellos de su lado escupiéndome sin verme, sin
saber de mí y sobre todo importándoseles un carajo de mí, como el que escupe en una
baldosa sin siquiera mirarla. su ley y su mundo de ángeles, con marucha y de algún modo
también con la dolly, y yo de este otro lado con el calambre y el valium y susana, con
hardoy que me seguía hablando de la milonga sin darse cuenta de que yo había sacado el
pañuelo, de que mientras lo escuchaba y le agradecía su amistosa vigilancia me estaba
pasando el pañuelo para secarme de alguna manera la escupida en plena cara.
28 de febrero
quedan algunos detalles menores: cuando volví a la oficina tenía todo pensado para
explicarle convincentemente mi ausencia a anabel; conocía de sobra su falta de curiosidad,
me aceptaría cualquier cosa y ya andaría con alguna nueva carta para traducir, a menos que
entretanto hubiera conseguido otro traductor. pero anabel no vino nunca más a mi oficina,
por ahí era una promesa que le había hecho a william con juramento y virgen de lujan, o
nomás que se había ofendido de veras por mi ausencia, o que la chempe la tenía demasiado
ocupada. al principio creo que la esperé vagamente, no sé si me hubiera gustado verla
entrar, pero en el fondo me ofendía que me estuviera borrando tan fácilmente, quién le iba a
traducir las cartas como yo, quién podía conocer a william o a ella mejor que yo. dos o tres
veces, en la mitad de una patente o una partida de nacimiento me quedé con las manos en el
aire, esperando que la puerta se abriera y entrara anabel con zapatos nuevos, pero después
llamaban educadamente y era una factura consular o un testamento. por mi parte seguí
evitando los lugares donde hubiera podido encontrármela por la tarde o la noche. hardoy
tampoco la vio más, y en esos meses se me dio el juego de venirme a europa por un tiempo,
y al final me fui quedando, me fui aquerenciando hasta ahora, hasta el pelo canoso, esta
diabetes que me acorrala en el departamento, estos recuerdos. la verdad me hubiera gustado
escribirlos, hacer un cuento sobre anabel y esos tiempos, a lo mejor me hubieran ayudado a
sentirme mejor después de escribirlo, a dejar todo en orden, pero ya no creo que vaya a
hacerlo, hay este cuaderno lleno de jirones sueltos, estas ganas de ponerme a completarlos,
de llenar los huecos y contar otras cosas de anabel, pero lo que apenas alcanzo a decirme es
que me gustaría tanto escribir ese cuento sobre anabel y al final es una página más en el
cuaderno, un día más sin empezar el cuento. lo malo es que no termino de convencerme de
que nunca podré hacerlo porque entre otras cosas no soy capaz de escribir sobre anabel, no
me vale de nada ir juntando pedazos, que en definitiva no son de anabel sino de mí, casi
como si anabel estuviera queriendo escribir un cuento y se acordara de mí, de cómo no la
llevé nunca a mi casa, de los dos meses en que el pánico me sacó de su vida, de todo eso
que ahora vuelve, aunque seguramente a anabel le importó muy poco y solamente yo me
acuerdo de algo que es tan poco pero que vuelve y vuelve desde allá, desde lo que acaso
hubiera tenido que ser de otra manera, como yo y como casi todo allá y aquí. ahora que lo
pienso, cuánta razón tiene derrida cuando dice, cuando me dice: no (me) queda casi nada:
ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de
ninguna naturaleza por nada. ningún interés, de veras, porque buscar a anabel en el fondo
del tiempo es siempre caerme de nuevo en mí mismo, y es tan triste escribir sobre mí
mismo aunque quiera seguir imaginándome que escribo sobre anabel.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen comienzo

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